Cuando John Carpenter llevó a la pantalla Elvis, en 1979, creó toda una corriente de fanáticos que supieron de la existencia del mítico Rey del Rock. Era imposible que alguien venido de un pueblito llamado Tupelo, en Misisipi, pudiera romper todos los esquemas de aquella música emergente llamada rock and roll. Sus movimientos de cadera, que electrizaban a la platea femenina, era mal visto por la conservadora sociedad estadounidense, prohibiendo que sus vaivenes de pelvis fuesen televisados o suprimidos por la autoridad en cada concierto posterior que ofrecía en medio de una América religiosa y decente. Pero cuando arribó a Nueva York, en 1956, su éxito fue tal que en tan solo dos años de iniciada su carrera musical, era condecorado como el Rey. Al principio, no creían que Elvis fuera blanco, pues, su voz jugó un papel importante en su lanzamiento. Fue lo que le dio fama y fortuna. "El hombre blanco que canta como negro", como fue conocido en sus primeras grabaciones, profetizaba el surgimiento del cantante carismático, asediado por las gruppies y celebrado como un rock star de nuestros tiempos.
La crítica no era benigna con su talento; pero supo ganarse un sitio en el Salón de la Fama y seguir siendo el artista más rentable luego de fallecido. Sin él la música popular no trascendería como lo ha hecho ahora, la industria no lanzaría cantantes como lo está haciendo ahora. Y la lluvia de imitadores que pululan en el ambiente es síntoma de que respetan al hombre y valoran lo que ha hecho por ellos.
Kurt Russell fue el primero de una larga lista de actores que lo interpretaron en pantalla. Unos más o menos convincentes. La fuerza y vitalidad esenciales para conquistar al público lo demostraba en cada una de sus presentaciones en Las Vegas, escenario para algunos artistas como su "muerte en vida", ya que llegar a la "tierra de las apuestas" era el final de una carrera ejemplar. No, gracias a Elvis los espectáculos fueron más sofisticados, suntuosos, cotizados, de primer nivel. Ya nadie puede negar que fue un visionario y un modelo para futuras generaciones que admiran su trabajo y recuerdan con optimismo una época inocente que se volvió salvaje y desinhibida.

De todas las películas que hizo, la mejor fue King Creole, de Michael Curtiz (1958), quizá porque el director supo imprimir a Elvis la carga emotiva y la naturalidad como enfrentaba a la cámara y a sus antagonistas. Al lado de Caroline Jones, Walter Matthau y Vic Morrow, este clásico no solo es una ramillete de buenas canciones, sino de una actuación lúcida, solvente y madura como lo demostró en Jailhouse rock, de Richard Thorpe (1957). Si le hubieran proporcionado buenos directores y mejores libretos, la historia sería otra.
¡Larga vida al Rey!
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