sábado, 11 de febrero de 2012

No eres tú... soy yo

Julissa estaba emocionada. Había encontrado al hombre perfecto. Era la primera vez, después de muchos intentos, que tenía a su lado a un tipo bien parecido que la satisfacía en todo. Gustavo, que así se llamaba el susodicho, tenía los píes bien puestos sobre la tierra, amaba su independencia pese al compromiso. Luego de muchas decepciones, se dedicó al puteo al paso sin dejar que nadie sometiera su frustrado corazón. Sin embargo, un día cualquiera, ambos decidieron cortar la relación por diferencias irreconciliables. La verdad de la melcocha es que Gustavo se sentía demasiado presionado para soportar un trajín de ese tipo, con una mujer que solo le interesaba sentirse gratificada mas no gratificar a su hombre. Se sentía usado, engañado, hasta podría decirse que se había convertido en un trofeo para esta dama que fingía derrames cerebrales en el supermercado cuando de pagar las cuentas se trataba, cosa que él debía desembolsar de su propio peculio lo que antes había sido un 50/50 como bien mandaba la ley del amigante.

Una noche, Julissa vino a buscarme, tal vez para que la escuchara. Creo que era el único amigo que tenía en la faz de la tierra, y el único que podía encontrar despierto pasada la medianoche. Lo cierto era que quería sacarse el clavo y tener sexo con cualquiera. Primero le dije que no era propio de una joven irrumpir en la casa de un tipo que está medio dormido y que le bajaran los pantalones sin siquiera pedir permiso. Segundo, porque era mi amiga, y yo no le entro al sexo con mis amigas. Es una cláusula en mi contrato moral que respeto al cien por cien. En fin, le dije que se tomara un té de manzanilla y me contara su historia. Y no era la típica historia de amor que vemos en las películas, era más bien la obsesión de una mujer por encontrar la pareja ideal que decidió someter su razonamiento por la pasión. Hizo cuanto pudo de convencer a Gustavo de que ella era la mujer indicada para él.

Lo que no supo ella fue que un día antes Gustavo vino a verme, a contarme los mismos problemas que había tenido al conocer a Julissa. Al principio, solo la veía como una amiga, con la que podía salir, tomar un café o ir al cine. Pero era tan vehemente que hasta se tomaba atribuciones que no le competía, como quejarse de que no la llamara, de salir con otras amigas o de darle un regalo las veces que salían. Y se ponía a llorar cuando él le explicaba que solo eran amigos, y que no estaba obligado a tener detalles con ella sin que le provocara o, de lo contrario, esperar el día de su cumpleaños o navidad. ¿Y por qué la aceptaste?, pregunté. Dijo que, a pesar de todas las cosas que había vivido, quiso darle y darse una oportunidad, de volver a querer a una mujer y reiniciar una relación de dos.

Menudo rollo, pensé. El tipo había conocido infinidad de mujeres, se había acostado con ellas y sus sentimientos estaban bien plantados. Juró nunca más enamorarse y vivir la vida loca sin compromisos. Lamentablemente, Julissa se cruzó en su camino y lo indujo a cambiar de parecer. Fue más por pena que por otra cosa, aclaró. Eso está muy mal, dije, no puedes engañar a una persona de esa manera. Nadie está con alguien por pena. Ella se lo buscó, dijo, porque dentro de su desesperada búsqueda del amor, su patética manifestación de amor la convertían en un ser vulnerable, solitario, sin rumbo ni esperanzas de ser la mujer de fulano de tal. Bueno, ella también pensaba en grande, ya quería casarse y establecerse en una residencia convencional. Tuvo la desfachatez de mencionar el caso de su abuela, que se casó a la antigua, sin sentir realmente amor por su pretendiente, y que con el paso de los años, ese sentimiento fue alimentado con el día a día. ¡Por Dios, qué estupidez! Sí, era muy estúpido para ser cierto. Pero así estaban las cosas en su momento.

Volviendo con Julissa, dijo que ya no podía vivir de esa manera. Sus sentimientos eran demasiado profundos para terminar tan de repente, sin siquiera haber dado el todo por el todo. Gustavo fue injusto, según ella. Nunca la llamó ni le escribió, simplemente se hizo humo, porque según él era la mejor manera de terminar, sin peleas ni resentimientos. Para ella era doloroso despedirse cada noche, después de una tarde agradable que terminaría en discusiones tontas porque ella recordó lo mal que la trató al principio y que siempre la comparaba con sus ex. ¿Y a qué viene todo eso? Es que los temas de conversación que sostenían en el hotel, luego del sexo, eran volátiles, una cosa llevaba a la otra, como en la serie de televisión Seinfeld, donde el diálogo no tenía una lógica argumental establecida. Solo eran ideas que iban y venían, sin mucha pompa ni dobles interpretaciones. Solo ocurrían. Sin embargo, ella lo malinterpretaba. Y empezaba a llorar.

En cuanto al sexo, era una de las cosas más desafortunadas que tuvo que soportar con ella, que, al parecer, sí lo disfrutaba. En cambio, Gustavo debía someterse a sus caprichos, a sus arcaicas ideas sobre cómo hacerlo. NI siquiera le gustaba cambiar de posición. Ella solo quería tenerlo encima, bien adentro, y nada más. Nunca llegaba a eyacular. Eso le atormentaba. Perdía la erección cada vez que ella quería que la tocara de una manera que la hacía sentirse bien, o de repente tenía que ir al baño porque le había hecho efecto el sándwich de palta con durazno. Ni siquiera iba motivado. A escondidas, debía masturbarse para sentir placer y terminar su rutina. Al principio creyó que era el del problema, y que debía visitar a un especialista para sacarlo de ese trance que le imposibilitaba disfrutar de lo antes vivido. No, resultó que fue donde una amiga y tuvo sexo con ella, uno de los episodios más deliciosos que hubiera experimentado, y se convenció que su problema era Julissa, que no lo estimulaba como quería.

Para empezar, su amiga era más curtida en estos temas. Le gustaba el sexo oral y anal, cosa que Julissa descartaba como mojigata con licencia. También recurría al porno como preámbulo a los juegos amatorios y dejaban volar su imaginación: ella asumía el rol de Rita Faltoyano y él, el de Rocco Sifredi. Eso sí podía llamarlo SEXO. Julissa, como buena niña de mamá, había aprendido por instinto que por maña, sin tener el suficiente conocimiento de que hay cosas que a los hombres les encanta que le hagan, sin tener que recurrir a una puta, con el respeto que se merece una. Quizá fue ese el motivo por el que sus días como pareja de alguien estaban contados, más los aspavientos que generaban sus conversaciones, todo parecía indicar que nada haría cambiar de idea.

Julissa y Gustavo nunca comprendieron cuán significativo puede ser la vida en pareja, si se tiene en claro qué es lo que uno quiere para sí mismo y compartirlo con el otro. No, cada uno fue egoísta y sucumbió a sus propios delirios. No tuvieron el suficiente coraje de afrontar los pros y los contras de este difícil negocio del concubinato. Está de más decir que ahora pretenden enmendar sus errores y no volver a caer en dicho embrollo con futuras parejas. Lo que es Julissa, porque Gustavo está convencido que no existe mujer alguno que le haga cambiar de idea, aún cree que son peligrosas y astutas cuando quieren algo. La escena del supermercado lo confirmó. Ella, aún juega con su consolador de bolsillo, aunque dice que nada se compara con un buen pene que la haga vibrar de verdad. Sin embargo, puedo decir con el temor a equivocarme, que estos dos han aprendido la lección, y que no solo del placer se construye una relación, es más que todo compromiso, lealtad, amistad, confianza y mucho respeto a nuestra independencia como personas y como seres racionales.

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